Tanto el Plan de Reforma y Ensanche como las supermanzanas de Barcelona se enfrentaron y se enfrentan a detractores, pero sus beneficios para la salud urbana han sido evidentes
El confinamiento de la población y otras medidas de alarma sanitaria aplicadas para cortar la cadena de transmisión del SARS-CoV-2 aportan, al menos, dos lecciones. Por un lado, el impacto ambiental positivo: bajaron las emisiones de CO₂, mejoró la calidad de aire y el consumo de energía se desplomó. Por otro lado, se trata de medidas adoptadas de la noche a la mañana sin apenas conflicto social. ¿Pueden ser este tipo de acciones útiles para hacer frente al cambio climático?
Para responder a esta pregunta, abordaremos varias cuestiones:
cómo en el pasado las epidemias han tenido respuestas sistémicas desde el urbanismo,
el urbanismo del Plan de Reforma y Ensanche de Barcelona o plan Cerdà como intervención pública sostenible,
el urbanismo en las ciudades post-covid-19. Veremos los conflictos de este nuevo urbanismo y algunos dilemas por parte de los Gobiernos.
Las pandemias, en el pasado, fueron una oportunidad para repensar el urbanismo. Leonardo da Vinci (1452-1519) fue testigo de la peste de Milán en 1492. El genio del renacimiento entendía la ciudad como un organismo vivo. Los devastadores efectos de la peste se debían a las espantosas condiciones higiénicas y sanitarias.
Igual que los seres vivos, en las ciudades tienen lugar procesos metabólicos. “Se necesita un río que corra con rapidez para evitar que se corrompa el aire”, escribió da Vinci, anticipándose a las ideas higienistas y de salud pública que irrumpirían en el siglo XIX.
Leonardo da Vinci buscaba integrar arquitectura y naturaleza, una idea que volvemos a encontrar en el siglo XIX en el plan Cerdà en Barcelona. En las primeras décadas del siglo XIX, Barcelona fue azotada por sucesivas epidemias: en 1821 la peste amarilla, en 1834 el cólera, en 1942 el tifus, en 1858 (de nuevo) el cólera.
Barcelona era una ciudad amurallada, con calles estrechas, oscuras, sin circulación de aire. Cuando se producía una epidemia la gente moría a mansalva. En lo que hoy son barrios integrados en la ciudad, como Sants, Hostafrancs y Montjuïc, florecían barracas de quienes huían de las plagas.
La situación exigía una actuación urbanística. Aunque había una enorme resistencia a derribar las murallas, en 1841 se lazó, con fuerza, la proclama “abajo las murallas”. El Gobierno de la ciudad, de carácter conservador, finalmente accedió. Optó por un concurso en el que salió como vencedor el plan de Antoni Rovira i Trias (1816-1889).
Sin embargo, el Gobierno progresista de Madrid se decantó por el plan de Idelfonso Cerdà (1815-1876). El plan de Rovira era el de una Barcelona segregada socialmente: la clase pudiente en el centro y la clase trabajadora en la periferia. Idelfonso Cerdà planteaba una ciudad socialmente integrada, equitativa, con ideas higienistas y saludables.
La Unión Europea exigió abordar el problema del ruido en Barcelona antes de las Olimpiadas de 1992. Ante el mapa de ruido, había dos opciones: o se peatonalizaban calles, o se superaban los 65 decibelios. Salvador Rueda, director de la Agencia de Ecología Urbana, ideó entonces el concepto de superilla (superblock en inglés y supermanzana en español).
Las manzanas del plan Cerdà, de 133,3 metros de lado (una referencia al salmo 133:3), habían perdido funcionalidad al aumentar el volumen edificado. La nueva propuesta consistía en revertir esa pérdida de espacio público dimensionando la manzana de 133 a 399 metros. Era una intervención de bajo coste y con infraestructura blanda. Suponía peatonalizar 2 de cada 3 calles del Ensanche. La propuesta planteaba construir 502 supermanzanas. Hoy nadie entendería que el casco antiguo (que incluye los barrios Gótico, Rabal y Riera) no fueran peatonales. Se creó una ciudad en la que el centro está en todas partes y la circunferencia, añadiría Blaise Pascal, en ninguna.
La ciudad de los 15 minutos converge con las supermanzanas: tener lo necesario cerca para poder ir a andando. En el plan de Salvador Rueda se peatonalizan los cuatro cruces de cada supermanzana, el resultado son miles de plazas. Las ciudades periféricas a Barcelona (Sabadell, Terrassa, Molins de Rei, etc.) han sufrido menos debido a la covid-19 por ese entramado social local.
Esa masiva peatonalización permite reducir el tráfico para cumplir las exigencias de calidad de aire de la Unión Europea. Para compensar esa peatonalización, se crea un sistema de autobuses ortogonales con una alta capacidad e interconectividad, que sustituya el ineficiente, lento y disfuncional sistema radial.
No solo se enferma por una mala calidad de aire y un exceso de ruido. La vida social mejora nuestro sistema inmunológico. Lo que hoy llamamos funcionalidad hace un siglo era el metabolismo, la fisiología o la homeostasis urbana.
Tras el confinamiento se han peatonalizado 22 calles del Ensanche. En otros casos, se han ampliado las aceras. En otros, se han creado más carriles para bicicletas.
Los medidores de CO₂ han puesto encima de la mesa las interacciones entre el virus y la mala calidad del aire. Un aire alcalino es un bien antiviral y antibacteriano. En el siglo XIX, cuando no se conocía la existencia de la vitamina D, los higienistas relacionaban los focos infecciosos con oscuridad y mala ventilación. En 1920 se descubre el papel de la vitamina D. Hoy sabemos la correlación entre desigualdad, falta de vitamina D y grupos vulnerables.
La relación entre la covid-19 y el deterioro de los ecosistemas nos invita a repensar la ecología urbana. Por eso ha despertado interés el concepto de superblock de Barcelona. The Guardian elogia Barcelona por democratizar el espacio público. The New York Times simula una supermanzana en Manhattan.
El libro de Salvador Rueda Regenerando el plan Cerdà. De la manzana de Cerdà a la supermanzana del urbanismo ecosistémico nos lleva a repensar la ciudad. El hombre es el único animal que carece de hábitat y, por tanto, tiene la tarea de construir para habitar. Las epidemias y el cambio climático son dos consecuencias de las disfuncionalidades urbanas. El urbanismo ecosistémico recupera los conceptos de metabolismo, homeostasis y fisiología urbana.
El nuevo urbanismo establece, a la vez, un nuevo horizonte de responsabilidad y de nuevos conflictos en los que los antiguos socios se separan y los extraños se convierten en compañeros. Las superillas se enfrentan a dos tipos de oposición.
El arquitecto Antonio Acebillo, durante décadas jefe de urbanismo en Barcelona, entró en una agria polémica con lo que tacha de “paraurbanismo”, “urbanismo táctico”, “populismo demagógico” y “amnesia ideológica”. Encuentra como discurso riguroso una reflexión de Joseph Stalin: “Entendió que ni con el capitalismo ni con el comunismo era socioeconómicamente factible un territorio sin la movilidad adecuada”.
Acebillo es un defensor de las calles de cuatro carriles. El plan Cerdà ofrece un tramado de alta densidad para el transporte. Profetiza un grave deterioro económico: “Barcelona dejará de ser lo que ha sido siempre”.
La calidad del aire, las ciudades saludables y sostenibles de la Unión Europea son, para este urbanista de prestigio, fobia a lo urbano: “Los jardines (urbanos) tienen en balance ecológico negativo”. Fue el artífice de convertir plazas verdes y ajardinadas en plaza duras de granito y hormigón. Tenemos plazas inhóspitas: sin mobiliario urbano, ni vegetación, sin personas. Se opone a la “revolución de los tejados” de las renovables (mientras Berlín instala 15 MW anuales) porque podría tener problemas en ciudades patrimonialmente exigentes. Critica la supermanzana de Poblenou: “La gente tiene dificultades para llegar a la puerta de la Fundación Vilacasa”, pues no se puede aparcar.
Hay quien reconoce que las supermanzanas suponen mejoras ambientales. Incluso que estimulan actividades. Usan argumentos menos científicos y más sociales. El efecto perverso de las supermanzanas, en este caso, es la “gentrificación verde”. Podrían acabar expulsado a la gente que vive allí.
Las corporaciones inmobiliarias apuestan, dice Isabelle Anguelovki (ICTA-UAB), por la agenda local verde de Barcelona. Es un argumento que usan los coautores del artículo que escribí sobre las superillas: señalaron la falta de la dimensión social en la adaptación al cambio climático. Tenemos el viejo dilema entre lo ambiental y lo económico, el dilema en tiempos de covid-19 entre la salud y la economía, ahora entre la ecología y los perversos efectos sociales de esta.
Los conflictos de las supermanzanas en el siglo XXI no son muy distintos a los que enfrentó el plan Cerdà. No hubiera salido adelante sin las epidemias devastadoras y un Gobierno progresista en Madrid.
Para abordar problemas complejos necesitamos tener en cuenta el contexto. Si consideramos una sindemia, en lugar de pandemia, veremos las interacciones entre biología, desigualdad social, deterioro de los ecosistemas, etc. En cambio, centrarse en el virus es “despolitizar la enfermedad mediante la aplicación de teorías bacteriológicas”.
Sería un error actuar frente al cambio climático sin considerar el contexto y aplicar, como defiende a grandes rasgos Mariana Mazzucato, “confinamientos climáticos”.
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