Le Curbusier proponía una ciudad en la que la velocidad y el vehículo privado nos ayudasen a salvar grandes distancias. Pero eso ha empeorado el tejido social urbano en el que vivimos hoy en día
“Una ciudad hecha para la velocidad es una ciudad hecha para el éxito”. Esta frase, atribuida a Le Corbusier, uno de los urbanistas más influyentes del siglo XX, condensa uno de los procesos sociales más importantes vividos en ese periodo.
La movilidad es un aspecto central en la configuración del tejido social. Para el catedrático de Sociología de la Universidad de Sevilla Eduardo Bericat, toda forma de sociedad lleva aparejada un sistema de movilidad. Por tanto, sus transformaciones suponen cambios antropológicos de enorme importancia.
El autor categorizó la época actual como el sedentarismo nómada. La mayoría de las personas vivimos en viviendas fijas, característica propia del sedentarismo. Pero nuestras vidas están en constante movimiento. No es una cuestión de cantidad exclusivamente, también de tiempo y distancia. Aquí es donde entran en juego los avances tecnológicos, y, concretamente, el coche.
Su generalización ha permitido algo anómalo en la historia de la humanidad: recorrer grandes distancias en un tiempo muy escaso. Esto ensancha notablemente nuestro espacio vital. Podemos estar en multitud de lugares en un solo día –lugares radicalmente diferentes entre sí–, lo que conlleva que se multiplique el número de interacciones sociales que tenemos a diario. Pero también, que, necesariamente, la mayoría de ellas sean efímeras. Precisamente para Bericat el sedentarismo nómada se basa en la sociabilidad efímera.
Y eso es consecuencia de la velocidad, aquella que Le Corbusier asociaba al éxito. Este era el signo de su tiempo. Cada vez eran más las personas que vivían en ciudades y estas cada vez eran más grandes. Recorrer su creciente extensión requería determinadas infraestructuras, especialmente carreteras. La ciudad estaba obsoleta. Su trazado irregular y de calles estrechas no era funcional, debía adaptarse a la velocidad. En este marco cultural se encuadra el Plan Voisin de 1925.
El objetivo de este proyecto urbanístico era destruir el centro de París para sustituirlo por los edificios que se ven en la imagen. El nombre viene de Gabriel Voisin, un fabricante de vehículos y aviones que patrocinó el proyecto. La trama urbana se componía de torres en forma de cruz, y, como se puede observar, era perfecta para la circulación del vehículo privado: rectilínea y con amplios espacios entre edificios para construir calles lo suficientemente anchas.
Barcelona también tuvo un proyecto parecido, Plan Macià, de 1934, en el que participó directamente Le Corbusier. Su nombre se debía a Francesc Macìa, por entonces presidente de la Generalitat, lo que muestra la importancia que se le dio en la época.
Ninguno de los dos planes fue llevado a cabo finalmente. No obstante, las ideas que los configuraban han seguido teniendo éxito hasta nuestros días.
La construcción de autopistas urbanas en Estados Unidos es un buen ejemplo de ello. Según el Departamento de Transporte estadounidense, de 1957 a 1977 fueron desplazadas más de un millón de personas de sus casas por este motivo. La mayoría de las autopistas atravesaron barrios de población negra, los dividieron en dos y acabaron con buena parte de su comercio, con profundas consecuencias negativas también en su tejido social.
El objetivo de estas carreteras era precisamente conectar los suburbios que estaban proliferando en aquella época en el país. En muchas ocasiones estos barrios excluían a la población negra, fomentado de facto la segregación racial. Es lo que ha sido categorizado como “la huida blanca”.
En realidad, se estaba poniendo en práctica la teoría del sedentarismo nómada. Se sacrificaban barrios con una intensa vida social y comunitaria en nombre de la velocidad, necesaria para desplazarse entre núcleos urbanos cada vez más dispersos con una vida cada vez más individualista. A esto último contribuía el tejido urbano propio del suburbio, de baja densidad y formado por largas hileras de chalés unifamiliares.
La famosa lucha entre Jane Jacobs y Robert Moses encarna a la perfección los conflictos generados por los cambios sociales derivados de este nuevo paradigma de movilidad.
Jacobs, activista y una de las urbanistas más influyentes del siglo pasado, se opuso junto a su vecindario a la construcción de una autopista que atravesaría su barrio en Manhattan: el Greenwich Village. Esta construcción había sido planificada por Moses, un alto funcionario del Estado de Nueva York con gran poder en la obra pública, en 1955. La autopista no fue levantada finalmente gracias a la lucha vecinal, aunque muchas otras sí lo fueron.
Jacobs, como intelectual, defendía una ciudad compleja y diversa en la que los usos del suelo se mezclaran. Proponía que compartieran espacio en los barrios las viviendas, el comercio y el trabajo, que hubiera una densidad suficiente para que aflorara la vida social en el espacio público, imprescindible para el desarrollo de una sociabilidad comunitaria.
Este era el motor ideológico de su lucha contra Moses –por supuesto, también evitar la destrucción del Village–. Tenía la firme creencia de que la ciudad construida en torno al coche iba a acabar con todo ello.
En cambio, las ideas que se impusieron mayoritariamente a lo largo del mundo –en retroalimentación con las transformaciones tecnológicas en el ámbito del transporte– fueron las de personas como Le Corbusier o Moses. Las ciudades que surgieron de ellas durante el siglo XX estaban diseñadas en torno a la velocidad del desplazamiento, y, por tanto, para al vehículo privado. Pero su propio diseño lo hacía cada vez más necesario en un ciclo sin fin de retroalimentación. Ciudades cada vez menos densas y más dispersas, divididas por zonas según su función, con las viviendas, el trabajo y el ocio cada vez más distanciados.
Ya adentrados en pleno siglo XXI, ¿es posible que esté regresando el péndulo de la movilidad? Cada vez hay más voces que reclaman orientar las ciudades a la movilidad de proximidad. Que podamos satisfacer nuestras necesidades vitales en nuestro entorno cercano. La urgencia del cambio climático lo requiere, dado que el vehículo privado es un gran emisor de gases de efecto invernadero.
Pero esta reclamación también surge de la pulsión social por recuperar los vínculos comunitarios, los cuidados, el apoyo mutuo. Aquello que el individualismo propio de sedentarismo nómada lleva décadas debilitando.
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