El diseño de las ciudades influye en sus habitantes. Muchas veces se diseña pensando en “enseñar” a la gente cómo vivir el espacio, cuando se debería adaptar el espacio a cómo vive la gente
El modo en que se diseñan las ciudades y la manera de habitar el espacio público por parte de los ciudadanos están estrechamente relacionados entre sí. Más importante que el modo de vivir el espacio común son las oportunidades que la propia ciudad ofrece para hacerlo. Depende de ellas que esta sea más o menos vital y que sus vecinos tengan más o menos necesidad de utilizar, vivir y disfrutar el espacio que pertenece a todos.
También está probado que un inadecuado diseño puede relacionarse directamente con la percepción de inseguridad de sus habitantes y por tanto puede dar lugar a una ciudad hostil y poco amable.
Es importante el papel del ciudadano como agente activo en la seguridad de las ciudades. Autores como Jane Jacobs, con su libro Muerte y vida de las grandes ciudades (1962), demuestran con el concepto de “ojos en la calle” cómo la vitalidad de las calles, la creación de vínculos y las posibilidades de observación del espacio público se convierten en factores clave de la prevención del delito en la ciudad y por tanto del aumento de la seguridad.
De este modo el ciudadano toma principal protagonismo en la trayectoria que tomarán las urbes. Pero, además, es necesario que el espacio público sea el soporte de la actividad colectiva de la ciudad, ya que así se asegura que siempre haya gente que pueda ejercer ese papel de observador. Por ejemplo, probablemente nos sintamos más seguros en calles más transitadas de las ciudades (en donde la diversidad de horarios, de usos, de movimientos permite que siempre haya gente) que en una calle inhóspita de un barrio en las afueras.
Según Agustín Hernández Aja, en Los nuevos espacios públicos y la vivienda en el siglo XXI (2009), “el espacio público debe de ser el espacio en el que los ciudadanos representan su papel como comunidad (aceptando las diferencias de los otros), el lugar de la propiedad colectiva, pero también debe ser el sitio donde representar el modelo que nos va a permitir sobrevivir como colectividad”.
Sin embargo, la ciudad ha sufrido cambios estructurales asociados a determinados momentos de la historia que han precipitado modificaciones en los usos del espacio público y en la generación de modelos urbanos más o menos hostiles.
Desde sus orígenes, la ciudad necesitaba un límite. Este se materializó con las murallas que marcaban claramente un orden interior diferenciado del exterior. Aquellos muros configuraban un entorno conocido, seguro, que englobaba un entramado social con reglas comunes y consensuadas en donde el espacio de todos se vivía con intensidad, ya que era el espacio de protección e intercambio económico y social.
Con la Revolución Industrial se eliminan las murallas y la ciudad crece sin la presencia física de límite. Comienzan a aparecer problemas de hacinamiento, higiene, salubridad, movilidad o integración de rentas a los que las grandes ciudades en el siglo XIX tuvieron que hacer frente.
Ese momento marca una búsqueda de nuevas propuestas para la nueva ciudad del siglo XX, amparadas por el desarrollo del estado del bienestar y la proliferación de los servicios públicos mientras la industria sigue creciendo. Se plantean distintos modelos, con más o menos éxito, que dan solución a ese crecimiento desmesurado, buscando mejores condiciones para sus habitantes. Gran cantidad de ellos se basan en la vivienda unifamiliar o la baja densidad y por tanto no están asociados a intensificar la presencia de habitantes en calles, plazas o parques.
Durante proceso de búsqueda de soluciones, estalla en Europa la I Guerra Mundial que precipita problemas de expansión urbana y de reconstrucción y deriva en un problema generalizado de vivienda. Es necesario plantear nuevos crecimientos en los que alojar a la población. Se entiende que el mejor modo de resolverlo es utilizando la producción seriada y la racionalización técnica de todos los procesos de producción industrial en los que la forma sigue a la función.
Comienza así un nuevo estilo arquitectónico conocido como Movimiento Moderno que se enfrenta a la ciudad aplicando al urbanismo una trasposición de ese llamado funcionalismo. Apuesta por bloques en altura en lugar de viviendas unifamiliares. Con ellos se facilita la construcción de gran cantidad de viviendas en poco suelo, manteniendo espacio libre a su alrededor. Además, son rentables económicamente, funcionalmente y desde el punto de vista higiénico.
Se plantea en la ciudad la separación de las funciones básicas –habitar, trabajar, circular, cultivarse– en zonas alejadas conectadas por vías elevadas, en las que la movilidad propuesta es individual y motorizada.
El bloque abierto sobre pilotes con parque continuo en planta baja genera una calle que se separa de la idea de calle tradicional. La nueva calle ya no está enmarcada por edificaciones a los lados, porque la fachada no coincide con la alineación oficial. Los edificios se construyen en una posición interior de las parcelas que da lugar a un espacio libre entre los bloques. La separación de usos urbanos hace mayores las distancias en las que se resuelven las necesidades urbanas vitales.
A pesar de la expuesta rentabilidad de la propuesta, la crítica posterior ha puesto de manifiesto los graves errores implícitos en tal reducción y simplificación de la realidad. Analizada ésta en contraposición a las ideas expuestas por Jane Jacobs, supone el corte de las relaciones humanas y la destrucción de la complejidad y de la vida urbana.
Estas construcciones disgregan la red de interconexiones que tejen la trama de la ciudad. La pérdida de vitalidad del espacio público cercano, la debilidad de las relaciones sociales de la comunidad vecinal y el establecimiento de lazos con zonas alejadas que se plantean son opuestos a las relaciones locales que se producían en una ciudad tradicional.
Por tanto, un diseño basado en la importancia de la complejidad y la vitalidad del espacio público puede ayudar a aumentar el número de habitantes que intervienen en él. También puede prevenir situaciones de inseguridad, un asunto primordial en la ciudad. Priorizar el papel de la prevención sobre la corrección a través de un adecuado diseño puede conseguir aumentar la calidad de vida en nuestras ciudades y disminuir el gasto invertido en materia de seguridad.
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